Algunas veces no tengo corazón.
De verdad.
Cosas que me hubieran hecho daño o me hubieran dejado sin dormir hace no tanto, ni siquiera me roban un segundo. Ni frío ni calor.
Y sin embargo hay veces que me parece que no soy otra cosa que corazón.
Todo se vuelve rojo-sangre, suben las pulsaciones y el calor -de la furia, de la pasión o lo que sea- y siento que todo se descontrola.
Como ya he comentado alguna vez por aquí, debe ser cosa de la madurez, pero parece que esos momentos de arrebato son cada vez menos habituales. Sucumbo de vez en cuando, eso no lo puedo negar.
También me he dado cuenta de que lloro menos y de que canto más. Supongo que es porque me siento relativamente feliz, pese a todo.
La última vez que he llorado ha sido hace un rato, después de que mi madre me contase por teléfono una anécdota sobre mi primer sobrino, recién nacido él, y su padre.
Evidentemente no eran lágrimas de tristeza, sino todo lo contrario: era emoción, porque todavía no he podido tener a ese bebé en brazos, y a lo mejor se me ha despertado un instinto maternal que juro que pensaba que no tenía. Estaba convencida de que era una especie de discapacitada sentimental, de verdad.
Es ley de vida.
Los amigos se reproducen, o se plantean hacerlo, y te alegras de lo hagan y quieres lo mejor para su progenie, pero lo que me ha despertado ese niño al que ni siquiera he tocado todavía es muy diferente. Lo siento mío, con permiso de sus padres, y su existencia parece haber desatado algo que hasta ahora tenía muy bien anudado en alguna parte de mi corazón menguante-creciente-menguante.
El amor debe ser esto.
A ver si voy a acabar haciéndome creyente, yo que lo había dado todo por perdido.
Pingback: Embarazada menguante-creciente-menguante·
Pingback: Embarazada menguante-creciente-menguante - NoGurú Comunicación·